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Guerrero: justicia y política en la misma mesa

Guerrero: justicia y política en la misma mesa

Las transiciones nunca son neutrales. Menos aún cuando se trata del Poder Judicial, un espacio donde la independencia debería ser principio rector, pero donde, en la práctica, se juegan también los equilibrios del poder político. El reciente anuncio del equipo de enlace del ministro Hugo Aguilar es un recordatorio de que la justicia mexicana, en sus pasillos más altos, se construye tanto con jurisprudencia como con negociaciones de poder.

En ese equipo reaparece Rafael Navarrete, excandidato del PRI en la Costa Chica, figura con trayectoria en la política tradicional del estado. A su lado, Vidulfo Rosales, el abogado que dio voz y causa internacional a los padres de los 43 de Ayotzinapa, símbolo de una lucha por la verdad que desborda al sistema mismo. Y completando el triángulo, Moisés Reyes Sandoval, quien, durante la pasada elección, se asumía como parte del equipo de la ministra Lenia Batres. Parece más una operación de ajedrez político que un ejercicio de institucionalidad judicial.

Que estos tres nombres coincidan bajo un mismo espacio no es, en sí mismo, un problema. La pluralidad puede enriquecer. Lo inquietante es la opacidad del proceso: ¿cuál es el criterio que guía estas designaciones? ¿Qué papel real tendrán dentro de una institución que, por mandato constitucional, debería estar blindada contra intereses partidistas y cálculos de poder?

El riesgo es doble. Por un lado, se normaliza la idea de que el Poder Judicial es una extensión más de la arena política, susceptible de repartirse como cuota o de equilibrarse con símbolos. Por otro, se erosiona la confianza ciudadana en una institución que, especialmente en Guerrero, necesita credibilidad para hacer frente a contextos de violencia, impunidad y desconfianza histórica.

El capital político de Navarrete, la legitimidad social de Rosales y la representación partidista de Reyes Sandoval podrían, en efecto, sumarse en un frente común. Pero si su presencia responde a una negociación no declarada, la señal hacia la sociedad es peligrosa: la justicia deja de ser un fin en sí misma para convertirse en un terreno de alianzas tácticas.

La transición judicial no debería medirse por la capacidad de juntar nombres disímiles, sino por la fortaleza institucional que logre consolidar. La justicia necesita menos gestos políticos y más garantías de imparcialidad, menos símbolos de poder y más mecanismos de transparencia. Guerrero ya ha sido testigo de cómo la captura de instituciones abre grietas que terminan costando vidas.

Hoy, cuando la justicia vuelve a estar en el centro del tablero, el reto no es sumar actores para el equilibrio político, sino garantizar que el Poder Judicial no se convierta en otro escenario donde lo institucional quede subordinado a lo político. La credibilidad, una vez perdida, no se recupera con alianzas coyunturales, sino con resultados claros y con independencia real.

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