×

Aranceles, aliados y ausencias: el nuevo tablero de Sheinbaum

Aranceles, aliados y ausencias: el nuevo tablero de Sheinbaum

Luis Enrique Leyva

La reciente llamada entre la presidenta Claudia Sheinbaum y Donald Trump, que logró posponer la imposición de nuevos aranceles a las exportaciones mexicanas, no solo evidenció la fragilidad de la relación bilateral, sino también la compleja arquitectura interna de poder en México. En política exterior, toda negociación se libra con lo que se tiene dentro. Y hoy, lo que Sheinbaum tiene en casa no es precisamente unidad.

Resulta llamativo que, en medio de un gabinete donde los matices ideológicos y las rivalidades personales abundan, el único actor político que ofreció el respaldo más explícito y oportuno a la presidenta fuera Marcelo Ebrard. El precandidato incómodo que impugnó los resultados del proceso interno de Morena y desafió públicamente a Sheinbaum fue también el único en recordar que la negociación con Washington no se gana con estridencia, sino con oficio diplomático. Esa postura contrastó con el silencio —o la distancia— de figuras clave del obradorismo: Gerardo Fernández Noroña, Manuel Velasco, Ricardo Monreal y Adán Augusto López.

Ese silencio, que bien se puede interpretar como un distanciamiento político, revela más que una fractura: evidencia que Sheinbaum, aun con su robusto mandato popular, gobierna con aliados renuentes, silenciosos o desgastados.

Gerardo Fernández Noroña ha preferido el papel de agitador incómodo: se deslinda de cada decisión de Palacio mientras insiste en la necesidad de “radicalizar” el proyecto de la Cuarta Transformación. Su respaldo es condicional, más cercano al chantaje ideológico que a la lealtad táctica. Manuel Velasco, operador hábil y oportunista por naturaleza, se repliega mientras recalibra su posición ante el nuevo poder; no es casualidad que su relación con Palacio Nacional se haya enfriado tras su papel como acompañante simbólico en la contienda interna.

Pero es en los casos de Ricardo Monreal y Adán Augusto López donde las tensiones adquieren contornos más ácidos.

Monreal, el político que alguna vez quiso ser el puente entre Morena y la pluralidad, hoy enfrenta el desgaste de su propio pragmatismo. Envuelto en acusaciones por presunto tráfico de influencias desde el Senado en favor de operadores cercanos a su estructura —particularmente en el tema de concesiones inmobiliarias en la CDMX—, su capital político se erosiona. Las filtraciones que lo vinculan con gestiones irregulares y su distancia de la narrativa presidencial lo han dejado en tierra de nadie: demasiado institucional para los radicales, demasiado impredecible para los moderados.

Adán Augusto, por su parte, carga con una sombra mucho más pesada. La reciente investigación de su exsecretario de Seguridad en Tabasco —acusado por la Fiscalía de liderar una red criminal que operaba con protección institucional— ha sacudido los cimientos de su capital político. Aunque no existe una imputación directa contra él, las filtraciones que señalan a su antiguo colaborador como jefe de una organización delictiva han deteriorado su credibilidad. Su silencio, lejos de ser una estrategia de prudencia, parece dictado por la necesidad de evitar que cualquier pronunciamiento reactive el escándalo. Esta crisis ha reducido su margen de maniobra y lo ha relegado a una posición incómoda, casi defensiva, dentro del círculo cercano a la presidenta.

El contraste con Ebrard no puede ser más elocuente. El secretario de Economía, una figura que parecía excluida del reparto de poder, ha optado por una ruta institucional: reconocer el liderazgo presidencial, apoyar en momentos clave y construir una legitimidad paralela a través de la diplomacia. No es lealtad ciega; es cálculo político, pero uno que, paradójicamente, resulta útil para la estabilidad presidencial.

La llamada con Trump fue más que una anécdota diplomática: fue una prueba de estrés institucional. Trump no ha abandonado su estilo de negociación coercitiva: amenazas arancelarias a cambio de endurecimiento migratorio. Frente a ese escenario, México necesita no solo buenas formas diplomáticas, sino cohesión interna. Y ahí es donde se revela la grieta: una presidenta con legitimidad en las urnas, pero sin un bloque político compacto.

La política exterior, lo decía Raymond Aron, es el espejo más cruel de la política doméstica. Cuando un jefe de Estado enfrenta presiones externas, lo que tiene detrás no son discursos ni aplausos, sino relaciones concretas de poder. Y hoy, esas relaciones están atravesadas por la desconfianza, la nostalgia del sexenio anterior y los cálculos de sucesión anticipada.

Mientras Sheinbaum trata de construir su propio relato presidencial, los viejos operadores de la 4T administran su silencio como moneda de cambio. Unos porque enfrentan cuestionamientos legales; otros, porque añoran el protagonismo perdido. La paradoja es brutal: en un momento de presión internacional, los aliados incómodos pesan más que los cuadros leales, y los respaldos oportunos vienen de quien ayer era considerado disidente.

No se puede negociar con Estados Unidos sin cohesión política en casa. No se puede enfrentar la embestida proteccionista con una coalición interna fragmentada. Y no se puede construir gobernabilidad si cada actor relevante está atrapado en su propia rendija de sobrevivencia. Sheinbaum aún tiene margen. Pero para aprovecharlo necesita recomponer las piezas del tablero —no con gestos simbólicos, sino con inteligencia política—.

Porque los aranceles suspendidos son solo el primer aviso. Lo que está en juego es el tono —y la fuerza— con la que México se planta ante el mundo. Y eso se decide, más que en las llamadas a Washington, en los silencios o las alianzas que se cultivan en casa.

Share this content:

Publicar comentario