Carlos Manzo: la herida abiertaCelestino Cesáreo Guzmán
El asesinato del presidente municipal de Uruapan, Michoacán, Carlos Manzo Rodríguez, estremeció a México entero. No fue solo un ataque a una persona, sino un golpe directo al corazón de nuestras instituciones.
Su muerte representa una herida abierta en la vida democrática del país y una advertencia que no puede ser ignorada. El hecho pone a prueba la estrategia de seguridad de la presidenta de la República.
Carlos Manzo eligió servir desde la independencia política y con el valor para enfrentar los poderes fácticos. El sentimiento generalizado que indigna es que fue abandonado por el Estado.
Gobernó con el compromiso de proteger a su comunidad, no con la complacencia del silencio. Por eso su muerte tiene un significado que va más allá del dolor: es el reflejo de un gobierno que sigue sin garantizar la vida de quienes se atreven a ejercer el cargo a plenitud.
La muerte de Carlos Manzo, y cómo se resuelva, puede ser el hecho que marque este sexenio. El movimiento del sombrero, conocido en una parte de Michoacán, ahora puede tener alcance nacional.
Cuando un alcalde es asesinado frente a su pueblo, el mensaje es devastador. Cada muerte de una autoridad local debilita la gobernabilidad, erosiona la confianza ciudadana y refuerza el miedo. Los municipios, primera línea de contacto con la población, se han convertido en el eslabón más frágil del Estado mexicano.
En Guerrero sabemos lo que significa perder a un presidente municipal. El asesinato de Alejandro Arcos Catalán, alcalde de Chilpancingo, marcó a nuestra entidad con la misma tristeza e impotencia. Ambas tragedias revelan que los servidores públicos locales viven bajo una amenaza constante y que el Estado, en todos sus niveles, no ha logrado blindar a sus instituciones más cercanas al pueblo.
¿Cuántos más deben caer para que el país entienda que la seguridad no se resuelve con operativos improvisados ni con discursos de ocasión? No basta la presencia policial: se requiere inteligencia, prevención, coordinación y, sobre todo, voluntad política real. La protección a los alcaldes no puede reducirse a escoltas o patrullas; implica construir una red institucional sólida que garantice su seguridad más allá de colores o filiaciones.
La violencia que mata alcaldes también golpea a periodistas, defensores comunitarios y líderes sociales. Todos forman parte del tejido civil que sostiene la democracia y que hoy se encuentra bajo fuego.
Por eso, es hora de replantear la estrategia nacional de seguridad. Las reacciones aisladas ante cada tragedia ya no bastan. Se necesita una política de Estado con enfoque territorial, con información verificada y con resultados medibles. Porque si no hay justicia, la impunidad seguirá siendo el verdadero enemigo de la paz.
Construir la paz no es solo detener delincuentes: es reconstruir la confianza en las instituciones, proteger la vida de quienes gobiernan y atender las raíces sociales que alimentan la violencia. Es devolverle a la política su sentido ético y su vocación de servicio.
El país no puede acostumbrarse a ver caer a sus autoridades locales. No podemos seguir lamentando muertes que pudieron evitarse.
¿Cuántos más deben caer para que el Estado mexicano recupere el control de su territorio?
¿Cuántos más para que entendamos que la paz solo se construye con justicia, inteligencia y compromiso?
Veremos.
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