DatoProtegido ¿voces silenciadas?
Luis Enrique Leyva
El derecho a la libertad de expresión es uno de los cimientos más delicados de cualquier democracia y, sin embargo, pocas veces se reconoce lo frágil que puede volverse cuando se entrelaza con otro fenómeno igualmente corrosivo: la violencia política de género. La reciente polémica en Acapulco, se enmarca dentro de la bautizada en redes sociales como #DatoProtegido e ilustra con crudeza cómo los conflictos entre el poder y la crítica pueden terminar erosionando el espacio público en perjuicio de toda la sociedad.
El episodio, en apariencia trivial, escaló con rapidez. La alcaldesa Abelina López reaccionó airadamente ante la difusión de información atribuida a la cuenta “Acapulco Trends”, a quien acusó de entablar una campaña negra con fines políticos. La respuesta fue inmediata: acusaciones cruzadas, señalamientos de violencia de género y una espiral mediática que multiplicó los reflectores sobre la cuenta anónima. Lo que inició como un diferendo informativo se transformó en un conflicto donde las fronteras entre la crítica legítima, la difamación y la censura se tornaron difusas.
Más allá del caso concreto, el problema radica en la concepción profundamente errónea —pero extendida— de que “mientras se hable de un político, para bien o para mal, se gana”. La dinámica de #DatoProtegido contradice esta premisa: Acapulco Trends salió fortalecido. Su audiencia creció de forma exponencial, mientras que el debate sobre la veracidad de su información se desdibujó entre consignas y ataques.
Los verdaderos perdedores, paradójicamente, fueron los medios de comunicación profesionales. Aquellos que aún intentan ejercer su labor con rigor, sometidos a estándares editoriales y códigos de ética, observan con temor cómo cualquier cuestionamiento puede derivar en represalias disfrazadas de defensa de derechos. La violencia política de género, una realidad incuestionable y repudiable, se convierte así en un terreno minado: la crítica legítima corre el riesgo de ser tachada de agresión, y el silencio se vuelve un refugio costoso pero seguro.
La consecuencia es devastadora. Cuando los periodistas callan por miedo a sanciones o linchamientos digitales, la conversación pública queda secuestrada por narrativas parcializadas. Se amplifican los altavoces de quienes gozan de cercanía con el poder, mientras se asfixia a quienes podrían ofrecer una mirada incómoda pero necesaria. La sociedad pierde. Pierde la posibilidad de contrastar versiones, de exigir cuentas y de desenmascarar abusos.
Defender la libertad de expresión no significa ignorar las violencias de género. Significa, más bien, reconocer que ambos derechos pueden coexistir si se actúa con inteligencia institucional. Se requiere un aparato de justicia capaz de distinguir entre la crítica y la injuria, entre el periodismo y la propaganda. Se necesita voluntad política para no instrumentalizar los derechos de las mujeres como armas retóricas, del mismo modo que se exige a los comunicadores un ejercicio profesional y respetuoso.
En Guerrero, donde los desafíos de gobernabilidad son ya de por sí enormes, este equilibrio es urgente. Una democracia madura no se mide por la ausencia de conflictos, sino por su capacidad para procesarlos sin que el miedo se vuelva norma. Si las autoridades utilizan el poder punitivo para intimidar a quienes incomodan, y si los comunicadores abusan del anonimato para golpear sin fundamento, el resultado será un ecosistema mediático enfermo, dominado por la desinformación y el cálculo político.
#DatoProtegido dejó en evidencia algo más profundo que un pleito local. Puso sobre la mesa la fragilidad de los contrapesos sociales y el riesgo de que el debate público se degrade hasta convertirse en un campo de batalla donde sólo sobreviven los extremos. El reto, para quienes gobiernan y para quienes informan, es entender que no se puede proteger la democracia amputando la palabra. Ni siquiera cuando la palabra incomoda.
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