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Guerrero, agua, poder y territorio: luces y sombras de la nueva Ley

Guerrero, agua, poder y territorio: luces y sombras de la nueva Ley

Celestino Cesáreo Guzmán

La aprobación, hace unos días, de la nueva Ley de Aguas en el Congreso de la Unión marca uno de los cambios institucionales más profundos en la gestión hídrica del país en las últimas décadas. No es una reforma menor: redefine quién decide, cómo se asigna el recurso y bajo qué criterios se sanciona su uso. Como toda transformación estructural, tiene argumentos a favor y riesgos evidentes. Analizarla con serenidad es indispensable, sobre todo para estados como Guerrero, donde el agua no es un activo económico, sino un factor de supervivencia.

img_2318 Guerrero, agua, poder y territorio: luces y sombras de la nueva Ley

Nuestro estado nunca ha tenido una relación sencilla con el vital líquido. No por exceso, sino por carencia histórica de infraestructura, planeación y acompañamiento institucional.

Con la reforma agraria, el campesino recibió tierra, pero no recibió riego. Mientras el norte del país consolidaba distritos hidráulicos y tecnificación agrícola, Guerrero quedó anclado a la agricultura de temporal. Esa herencia explica, en buena medida, su pobreza rural, su vulnerabilidad climática y su dependencia de la lluvia.

En este contexto debe analizarse la nueva Ley de Aguas aprobada por el Legislativo federal: no como una discusión abstracta, sino como una decisión que impacta a Guerrero, donde más del 90 % de la superficie agrícola depende del temporal, sólo existen dos distritos de riego y donde la mayor parte del territorio es ejidal o comunal.

Recuperar la rectoría del Estado y ordenar el uso del recurso es una necesidad real frente a la crisis hídrica, la sobreexplotación de acuíferos y el cambio climático.

Desde una lógica nacional, centralizar información y fortalecer la capacidad de decisión federal puede evitar abusos y permitir una planeación más integral.

De ahí que sea razonable que se endurezcan sanciones contra prácticas claramente ilegales y que se reconozca la seguridad hídrica como un asunto estratégico.

Hemos padecido los efectos de la falta de regulación cuando los ríos se contaminan, los cauces se alteran o el agua se utiliza sin control, afectando a comunidades.

La nueva Ley de Aguas parte de un diagnóstico correcto: el sistema de concesiones estaba agotado; su manejo fue opaco, con discrecionalidad, corrupción y acaparamiento en varias regiones del país. Recuperar la rectoría del Estado y ordenar el uso del recurso es una necesidad real frente a la crisis hídrica, la sobreexplotación de acuíferos y el cambio climático.

Sin embargo, Guerrero tiene una larga historia de decisiones tomadas desde el centro que no dialogan con su realidad. Así ocurrió con la asignación de infraestructura hidráulica durante décadas; así ocurrió con los apoyos al campo que nunca llegaron con la misma intensidad que a otras regiones; así ocurrió tras desastres naturales como Paulina, Ingrid y Manuel, Otis y John: desde el centro se decidía dónde iban los apoyos.

Concentrar ahora la gestión del agua en un fondo federal, con menor peso de los organismos de cuenca y de la gestión regional, revive esa lógica.

Otro de los riesgos es la ruptura del vínculo entre tierra y agua. En Guerrero, donde la propiedad social es dominante, ese vínculo ha sido la base de la vida comunitaria y de la certeza patrimonial. Separar la parcela del derecho al agua introduce incertidumbre en la herencia, en la compraventa y en la planeación productiva. No es un tema ideológico: es una realidad económica y social en casi todo Guerrero, donde la tierra sin agua pierde valor y sentido.

Dice la nueva ley que la Conagua podrá imponer con discrecionalidad “medidas necesarias” en contextos de escasez o emergencia. Estas dos palabras pueden ser motivo de conflictos, porque existen sistemas comunitarios de agua documentados —especialmente en la Montaña, Costa Chica y Sierra— donde muchas comunidades nunca pudieron regularizar concesiones por falta de acompañamiento institucional. Esta ambigüedad puede convertirse en fuente de conflictos, no de soluciones.

La creación de delitos hídricos también plantea una tensión. Combatir la corrupción es indispensable, pero no se puede tratar igual a los desiguales. Guerrero no puede ser tratado igual que el norte del país.

Aquí, la gestión comunitaria del agua no es una excepción: es la regla impuesta por el abandono histórico. Penalizar sin distinguir entre acaparamiento y sobrevivencia puede criminalizar prácticas que han permitido resistir en contextos de pobreza extrema.

A la nueva ley le hace falta una estrategia de inversión acorde al rezago de cada estado. Regular sin invertir es un error del pasado y del presente.

Nuestro estado necesita invertir en captación de agua pluvial, rehabilitación de bordos y pequeñas presas, tecnificación parcelaria, fortalecimiento de comités comunitarios y asistencia técnica. Sin eso, el nuevo marco legal corre el riesgo de ser un instrumento de control, no de desarrollo.

La nueva Ley de Aguas responde a una necesidad nacional legítima, pero su diseño parte de una lógica homogénea que no reconoce las profundas diferencias regionales. De ahí que debamos exigir que su aplicación sea diferenciada, territorial y acompañada de inversión.

El agua, en este estado, no es sólo un recurso: es un factor de estabilidad social. Cualquier política que no entienda eso está condenada a generar resistencia, conflicto y más rezago. Ordenar el agua es indispensable; hacerlo sin Guerrero en el centro del diseño sería repetir una historia que el estado conoce bien. Veremos.

der y territorio: luces y sombras de la nueva Ley
Celestino Cesáreo Guzmán

La aprobación, hace unos días, de la nueva Ley de Aguas en el Congreso de la Unión marca uno de los cambios institucionales más profundos en la gestión hídrica del país en las últimas décadas. No es una reforma menor: redefine quién decide, cómo se asigna el recurso y bajo qué criterios se sanciona su uso. Como toda transformación estructural, tiene argumentos a favor y riesgos evidentes. Analizarla con serenidad es indispensable, sobre todo para estados como Guerrero, donde el agua no es un activo económico, sino un factor de supervivencia.

Nuestro estado nunca ha tenido una relación sencilla con el vital líquido. No por exceso, sino por carencia histórica de infraestructura, planeación y acompañamiento institucional.

Con la reforma agraria, el campesino recibió tierra, pero no recibió riego. Mientras el norte del país consolidaba distritos hidráulicos y tecnificación agrícola, Guerrero quedó anclado a la agricultura de temporal. Esa herencia explica, en buena medida, su pobreza rural, su vulnerabilidad climática y su dependencia de la lluvia.

En este contexto debe analizarse la nueva Ley de Aguas aprobada por el Legislativo federal: no como una discusión abstracta, sino como una decisión que impacta a Guerrero, donde más del 90 % de la superficie agrícola depende del temporal, sólo existen dos distritos de riego y donde la mayor parte del territorio es ejidal o comunal.

Recuperar la rectoría del Estado y ordenar el uso del recurso es una necesidad real frente a la crisis hídrica, la sobreexplotación de acuíferos y el cambio climático.

Desde una lógica nacional, centralizar información y fortalecer la capacidad de decisión federal puede evitar abusos y permitir una planeación más integral.

De ahí que sea razonable que se endurezcan sanciones contra prácticas claramente ilegales y que se reconozca la seguridad hídrica como un asunto estratégico.

Hemos padecido los efectos de la falta de regulación cuando los ríos se contaminan, los cauces se alteran o el agua se utiliza sin control, afectando a comunidades.

La nueva Ley de Aguas parte de un diagnóstico correcto: el sistema de concesiones estaba agotado; su manejo fue opaco, con discrecionalidad, corrupción y acaparamiento en varias regiones del país. Recuperar la rectoría del Estado y ordenar el uso del recurso es una necesidad real frente a la crisis hídrica, la sobreexplotación de acuíferos y el cambio climático.

Sin embargo, Guerrero tiene una larga historia de decisiones tomadas desde el centro que no dialogan con su realidad. Así ocurrió con la asignación de infraestructura hidráulica durante décadas; así ocurrió con los apoyos al campo que nunca llegaron con la misma intensidad que a otras regiones; así ocurrió tras desastres naturales como Paulina, Ingrid y Manuel, Otis y John: desde el centro se decidía dónde iban los apoyos.

Concentrar ahora la gestión del agua en un fondo federal, con menor peso de los organismos de cuenca y de la gestión regional, revive esa lógica.

Otro de los riesgos es la ruptura del vínculo entre tierra y agua. En Guerrero, donde la propiedad social es dominante, ese vínculo ha sido la base de la vida comunitaria y de la certeza patrimonial. Separar la parcela del derecho al agua introduce incertidumbre en la herencia, en la compraventa y en la planeación productiva. No es un tema ideológico: es una realidad económica y social en casi todo Guerrero, donde la tierra sin agua pierde valor y sentido.

Dice la nueva ley que la Conagua podrá imponer con discrecionalidad “medidas necesarias” en contextos de escasez o emergencia. Estas dos palabras pueden ser motivo de conflictos, porque existen sistemas comunitarios de agua documentados —especialmente en la Montaña, Costa Chica y Sierra— donde muchas comunidades nunca pudieron regularizar concesiones por falta de acompañamiento institucional. Esta ambigüedad puede convertirse en fuente de conflictos, no de soluciones.

La creación de delitos hídricos también plantea una tensión. Combatir la corrupción es indispensable, pero no se puede tratar igual a los desiguales. Guerrero no puede ser tratado igual que el norte del país.

Aquí, la gestión comunitaria del agua no es una excepción: es la regla impuesta por el abandono histórico. Penalizar sin distinguir entre acaparamiento y sobrevivencia puede criminalizar prácticas que han permitido resistir en contextos de pobreza extrema.

A la nueva ley le hace falta una estrategia de inversión acorde al rezago de cada estado. Regular sin invertir es un error del pasado y del presente.

Nuestro estado necesita invertir en captación de agua pluvial, rehabilitación de bordos y pequeñas presas, tecnificación parcelaria, fortalecimiento de comités comunitarios y asistencia técnica. Sin eso, el nuevo marco legal corre el riesgo de ser un instrumento de control, no de desarrollo.

La nueva Ley de Aguas responde a una necesidad nacional legítima, pero su diseño parte de una lógica homogénea que no reconoce las profundas diferencias regionales. De ahí que debamos exigir que su aplicación sea diferenciada, territorial y acompañada de inversión.

El agua, en este estado, no es sólo un recurso: es un factor de estabilidad social. Cualquier política que no entienda eso está condenada a generar resistencia, conflicto y más rezago. Ordenar el agua es indispensable; hacerlo sin Guerrero en el centro del diseño sería repetir una historia que el estado conoce bien. Veremos.

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