¿Nueva estrategia de seguridad?
Luis Enrique Leyva
La seguridad pública en México vive un momento de tensión entre el legado de Andrés Manuel López Obrador y las decisiones iniciales de Claudia Sheinbaum. Aunque ambos mandatarios pertenecen al mismo proyecto político, las señales de los primeros meses de Sheinbaum apuntan a un reacomodo sutil, pero significativo, en la manera de enfrentar la violencia y el crimen organizado.
Durante el sexenio de López Obrador, la Guardia Nacional se consolidó como el pilar central de la estrategia. Su carácter, a pesar de las narrativas de “cuerpo civil”, fue esencialmente militar, bajo control operativo de la Secretaría de la Defensa Nacional. La lógica era clara: desplegar fuerza territorial masiva para inhibir delitos y sustituir a las policías estatales y municipales debilitadas. Esta apuesta produjo una cobertura sin precedentes, pero también críticas por la falta de fortalecimiento institucional en las policías locales y por una dependencia casi absoluta de las Fuerzas Armadas.
Sheinbaum, sin tocar la estructura militar de la Guardia Nacional, ha comenzado a mover piezas estratégicas en otros frentes. El relevo en la Unidad de Inteligencia Financiera y en la Secretaría de Seguridad Pública de Guerrero revela un énfasis renovado en el seguimiento del dinero ilícito y en la coordinación operativa con estados clave. No se trata aún de un cambio doctrinal, sino de un ajuste en las palancas de control: menos retórica de “abrazos, no balazos” y más señales de intervención técnica, aunque sin romper con la narrativa humanista de Morena.
En Guerrero, laboratorio constante de la violencia criminal, los ajustes son evidentes. El nuevo mando de la Secretaría de Seguridad Pública enfrenta la presión de contener cifras de homicidios que, en los primeros meses de 2025, colocaron al estado en el sexto lugar nacional. La coordinación con la Federación persiste, pero se percibe un margen mayor para maniobras tácticas locales, así como un discurso menos dependiente del centro.
La diferencia central entre ambas administraciones podría estar en el grado de pragmatismo. López Obrador construyó una estrategia sobre la base de un aparato militar omnipresente y un discurso político de legitimación popular. Sheinbaum, sin desmontar esa base, parece dispuesta a modular la ejecución, apostando a la especialización operativa y al uso de inteligencia financiera para golpear las estructuras criminales.
No es todavía un quiebre histórico, pero sí un reacomodo que, si se consolida, podría abrir la puerta a una política de seguridad menos ideológica y más técnica, aunque el riesgo —el de siempre— es que la técnica se quede en el papel y la violencia siga dictando las reglas.
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